miércoles, 3 de febrero de 2010

El rancho

Juan Carlos acicalaba la cerca, no fuera cosa que se escaparan las vacas, o los toros que son más tercos y más fuertes. Mecánicamente casi, golpeaba el clavo y estiraba el alambre. Lo distrajo la polvareda de un carro que pasaba y los mugidos de los animales. Entonces su pie cayó en un charco. Había lodo y estiércol. Juan se sacudió y siguió algo mojado. Estaba calzado con unos huaraches que dejaban ver su piel dura y ceniza.

Después hizo manojos de alfalfa. Se metió en el sembradío verde. Alrededor había hartos cerros. Muchos. De la cierra cercana. Juan Carlos ya los veía sin mirar. Después de todo, eran esas montañas una eterna compañía.

A la una de la tarde, se retiró a comer. Su mujer ya tenía en el comal las tortillas de maíz, los frijoles y los chiles tostados. Él llegó por el queso. Ya hacía hambre.

Antes de irse, Juan Carlos los alcanzó a mirar. Por el camino de tierra, al final del terreno, pasaba otro carro. En el vehículo iban varias personas. Pero un turista maravillado exclamaba: ¡Qué bonitos animales, andan pastando! ¡Qué verde! ¡Qué olor tan húmedo! ¡Qué cerros tan bellos!

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