Le gusta ese lugar. Cuando se enoja con su esposa o necesita tranquilizarse por algo, se va para allá. Se sienta en la banqueta y solo mira y respira. Es un estacionamiento de tierra en el camino cercano; enfrente los cerros, imponentes y quietos; a un lado, la ciudad abajo y a lo lejos. Casi siempre los pájaros revolotean y cantan. Y el viento se siente libre, fresco.
De a poco se calma y se ríe. Entonces ya se siente listo para volver.
A veces, desde allí inicia su paseo vespertino en bicicleta.
Un día volteó casualmente hacia abajo, al barranco que no es tan hondo. Y la vio, a esa cruz de fierro. Está ahí como en un panteón, acompañada de flores secas y de un montoncito de piedras. Se estremeció. Seguro en ese punto hubo un accidente y alguien murió. Por acá se usa poner esos símbolos.
Pablo no se explica como no la había visto antes. Ha ido muchas veces a ese sitio. Es muy lindo.
Durante sus visitas posteriores al lugar, evita mirar la cruz. La piel se le pone de gallina al pensar en el dolor en el ambiente.
Pero ahora ya se acostumbró. Y entiende con la sonrisa en los labios, que tiene el panorama más completo en ese lugar. Si quiere puede voltear al frente, a un lado o para abajo. Todo es cuestión de elegir y tener en cuenta que también está lo demás.